Los comentarios que más adoro comienzan
por “tuve un novio/novia que…” Sí, ese tipo de charlas me hacen sentir un poco
más interesante que el resto de los mortales: piénsalo bien, no conozco -ni tú
tampoco- a persona alguna que evite caer en el vicio de recordar conquistas
pasadas, aunque sea a guisa de ejemplificación de lo que no se debe hacer. Y de
paso, se impresiona al interlocutor, de tal forma que éste piensa “mira, sí
tiene oportunidad de reproducir su especie”.
Digamos que, haciendo
honor a esa bella tradición, comenzaré este relato con un “Tuve un novio que…”
Tuve un novio que terminó sus días declamando a
Baudelaire en la Línea 2 del metro, como a eso de las diez de la noche.
Alfredo es un año
mayor que yo: desde que lo conocí, delgado, insípido y con una vocecilla
aflautada -de esas voces que te hacen pensar en caídas fatales en la más tierna
infancia y en lobotomías fracasadas. Decía, desde que lo conocí, supe que
Alfredo no pertenecía al mundo de los normales.
Yo tenía 14 años y
una muy complicada historia de amor que finalizaría tres años después,
enterrada en el Panteón Francés: fue en ese entonces cuando, Alfredo y yo, nos
hicimos amigos en una vecindad en la parte fea del centro de la ciudad.
En realidad, no sé a
ciencia cierta cómo sucedió: fue cuando, con mi primera beca de la secundaria,
me compré el DVD del Elevation Tour de U2 y lo puse a todo volumen, Alfredo
salió de su departamento como por encanto, cual rata llamada por el flautista
de Hamelin, y comenzó a charlar conmigo desde el alfeízar de mi ventana, todas
las tardes, durante años...
O tal vez fue cuando,
en una de esas discusiones a grito pelado con mi historia de amor, se cruzó por
pura casualidad y trató de calmar las cóleras -mis cóleras, para
ser más exactos-... El caso es que, comenzamos una amistad a causa de mis dos
amores de la adolescencia: U2 y "Aquel", a quien haré un gran favor
si no menciono su nombre.
Tuve un novio que terminó sus días declamando a
Baudelaire, en venganza contra la sociedad, en la Línea 2 del metro, como a eso
de las diez de la noche
Ambos necesitábamos
un escape.
Alfredo y su tortuosa
vida en el útero familiar: amedrentado por todos, indeseado... ¡Cuántas tardes
no pasé escuchando los gritos que bajaban por las escaleras! Tanta furia nos
cerraba el apetito, cortaba los llantos de mis hermanitos y me hacía sentir
como parte del público de un talk-show, con Carmelita Salinas como conductora.
Yo y mi tortuosa vida
fuera del útero familiar: mientras yo cruzaba por el duelo de la infancia,
"Aquel" estaba peleando en las oficinas de Servicios Escolares de la
Facultad de Filosofía y Letras por una fecha de examen profesional... y yo
hacía como que no me importaba mucho sus ausencias, cuando en realidad lo único
que quería era pasar todo mi tiempo apoyándolo en su lucha encarnizada.
Era lógico que
necesitara de un amigo... era necesario que Alfredo y yo finalizáramos
salíamos algunas tardes a jugar Yu-Gi-Oh! o, sencillamente, haraganeando en las
escalinatas de una iglesia del siglo XIX.
Tuve un novio que comenzó siendo mi novio justo
cuando mi gran historia de amor valió madres...
"Aquel"
estaba muerto y bien enterrado... yo era una suerte de Lolita-Viudita alegre...
Alfredo era un alienado y coqueteaba con el movimiento gótico. Un día de marzo,
Alfredo me propuso que fuese su novia.
Acepté de mal grado,
"¿Pu's ya qué?". Creo que eso fue lo que mató mi adolescencia, lo que
puso fuera de circulación mi calentura adolescente y la razón por la que reconsideré
una vocación conventual ya olvidada. Todo el mundo se oponía a ese noviazgo
–“¡No mames! Es bien pinche raro” o “¿Sabes que a su familia los bautizamos
como ‘los hamsters’? – No, ¿por qué?- Porque viven amontonados, huele a serrín
y se comen a las crías más pequeñas”- y yo, por puro desprecio hacia la opinión
de los demás, sostuve ese insoportable noviazgo durante… tres semanas más.
A decir verdad, yo
sabía perfectamente que todo iba en mal camino desde el momento en que, después
de besarme, sentí una especie de remordimiento incestuoso: éramos casi
hermanos, más no quería emparentar de verdad con él.
Un día, el día de mi
décimo octavo cumpleaños, decidí romper con Alfredo porque no podía soportar
más otro de sus besos o porque descubrí que era mejor estar sola: era el día de
mi cumpleaños -¿ya te lo mencioné?- le dije que mejor quedara todo ahí y él
respondió con un “Puedo oler cuando todo se irá a la verga”.
Me regaló un cd, “The
Very Best of The Police”… y yo se lo acepté, sintiéndome muy –más- miserable.
Tuve un novio que, luego de romper, me
escribía profusamente…
Entré a la facultad y
era un torbellino de deberes, exposiciones y debates. Alfredo seguía en
contacto conmigo: debo decir que nunca me interesó alargar la amistad.
Así que un día,
sencillamente, dejé de responder y me dediqué a seguir con mi especialidad:
creerme el Cristo resucitado del materialismo histórico.
Tuve un novio que me escribió una
despedida ríspida: ‘escribe en cuanto dejes de ser una ególatra’…
Tal vez nunca dejé de
ser una ególatra… tal vez lo hice y me olvidé de escribirle… El punto es que
pasaron muchos años, muchos viajes, trabajos, amoríos y detalles de la vida:
por alguna circunstancia extraña, tanto recorrido me llevó a una noche de
viernes, como por eso de las diez, a tomar el metro de la Línea dos. Iba con
una amiga, diciendo disparates y riendo a todo volumen.
En Zócalo, subió un
vendedor ambulante a ofrecer Genoprazol barato: en Pino Suárez, descendió.
En San Antonio, subió
un haitiano cantando hip-hop con unos jipitecas enyerbados hasta el alma: en
Xola bajaron.
En Villa de Cortés, subió
un tipo, cuya voz aflautada –la misma que siempre me hizo pensar en caídas
fatales en la más tierna infancia o en lobotomías malogradas- llamó mi
atención:
-¿A quién quieres más, hombre enigmático, dime, a tu padre, a tu madre, a tu hermana o a tu hermano?
-Ni padre, ni madre, ni hermana, ni hermano tengo.
-¿A tus amigos?
-Empleáis una palabra cuyo sentido, hasta hoy, no he llegado a conocer.
-¿A tu patria?
-Ignoro en qué latitud está situada.
-¿A la belleza?
-Bien la querría, ya que es diosa e inmortal.
-¿Al oro?
-Lo aborrezco lo mismo que aborrecéis vosotros a Dios.
-Pues ¿a quién quieres, extraordinario extranjero?
-Quiero a las nubes..., a las nubes que pasan... por allá.... ¡a las nubes maravillosas!
Era Alfredo, siete -¿o
cuarenta?- años más viejo. Estaba sucio, desdentado, con la cara llena de
manchas, con un saco que le quedaba grande… y rengueaba entre la multitud,
a través de los vagones.
Risa, risa insana
provocaba verlo: supongo que es una figura común por esos lares, ya se sabe lo
que hace y lo que dice. Yo no reí, estaba muy impresionada por esa reaparición.
Escuché mi nombre… Alfredo estaba a mi
lado. Me despido de mi amiga y descendemos en Nativitas.
Sólo me bastaron
siete minutos para ponerme al corriente de su vida.
Luego de su abrupta
despedida, Alfredo se dedicó a rolar en todos los movimientos literarios que
las cloacas de esta ciudad esconden en sus profundidades más pestilentes: de
los góticos a los incomprendidos, de los incomprendidos a los fumadores de
piedra, de la piedra…
La locura lo tocó… Después,
recuperó –un poco de- su ser anterior, luego de un infierno de electrochoques y
sedantes.
Luego, la nada, el
exilio.
No me sorprendió en
lo absoluto: lo veía venir.
Me dice que desea acabar la preparatoria y que quiere
reiniciar: “¿Qué fue de ti?” “No mucho. Trabajo, transporte público y la nada”,
le miento por temor a arruinar el reencuentro.
Aplaudo su coraje: de
su boca desdentada, sale una sonrisa, la cual se refleja en la mía.
Fue un gusto verte, pero tengo que irme.
Tuve un novio que terminó sus días declamando a
Baudelaire en la Línea 2 del metro, rengueando en contrasentido, a través de su exilio azul, como a eso de las diez de la noche.
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