lundi 2 décembre 2013

"Tuve un novio que..." (The last quebradita in Nativitas Station)

Los comentarios que más adoro comienzan por “tuve un novio/novia que…” Sí, ese tipo de charlas me hacen sentir un poco más interesante que el resto de los mortales: piénsalo bien, no conozco -ni tú tampoco- a persona alguna que evite caer en el vicio de recordar conquistas pasadas, aunque sea a guisa de ejemplificación de lo que no se debe hacer. Y de paso, se impresiona al interlocutor, de tal forma que éste piensa “mira, sí tiene oportunidad de reproducir su especie”.

Digamos que, haciendo honor a esa bella tradición, comenzaré este relato con un “Tuve un novio que…”




Tuve un novio que terminó sus días declamando a Baudelaire en la Línea 2 del metro, como a eso de las diez de la noche.

Alfredo es un año mayor que yo: desde que lo conocí, delgado, insípido y con una vocecilla aflautada -de esas voces que te hacen pensar en caídas fatales en la más tierna infancia y en lobotomías fracasadas. Decía, desde que lo conocí, supe que Alfredo no pertenecía al mundo de los normales. 

Yo tenía 14 años y una muy complicada historia de amor que finalizaría tres años después, enterrada en el Panteón Francés: fue en ese entonces cuando, Alfredo y yo, nos hicimos amigos en una vecindad en la parte fea del centro de la ciudad. 
En realidad, no sé a ciencia cierta cómo sucedió: fue cuando, con mi primera beca de la secundaria, me compré el DVD del Elevation Tour de U2 y lo puse a todo volumen, Alfredo salió de su departamento como por encanto, cual rata llamada por el flautista de Hamelin, y comenzó a charlar conmigo desde el alfeízar de mi ventana, todas las tardes, durante años... 
O tal vez fue cuando, en una de esas discusiones a grito pelado con mi historia de amor, se cruzó por pura casualidad y trató de calmar las cóleras -mis cóleras, para ser más exactos-... El caso es que, comenzamos una amistad a causa de mis dos amores de la adolescencia: U2 y "Aquel", a quien haré un gran favor si no menciono su nombre.

Tuve un novio que terminó sus días declamando a Baudelaire, en venganza contra la sociedad, en la Línea 2 del metro, como a eso de las diez de la noche

Ambos necesitábamos un escape.
Alfredo y su tortuosa vida en el útero familiar: amedrentado por todos, indeseado... ¡Cuántas tardes no pasé escuchando los gritos que bajaban por las escaleras! Tanta furia nos cerraba el apetito, cortaba los llantos de mis hermanitos y me hacía sentir como parte del público de un talk-show, con Carmelita Salinas como conductora.
Yo y mi tortuosa vida fuera del útero familiar: mientras yo cruzaba por el duelo de la infancia, "Aquel" estaba peleando en las oficinas de Servicios Escolares de la Facultad de Filosofía y Letras por una fecha de examen profesional... y yo hacía como que no me importaba mucho sus ausencias, cuando en realidad lo único que quería era pasar todo mi tiempo apoyándolo en su lucha encarnizada.
Era lógico que necesitara de un amigo... era necesario que Alfredo y yo  finalizáramos salíamos algunas tardes a jugar Yu-Gi-Oh! o, sencillamente, haraganeando en las escalinatas de una iglesia del siglo XIX.

Tuve un novio que comenzó siendo mi novio justo cuando mi gran historia de amor valió madres...

"Aquel" estaba muerto y bien enterrado... yo era una suerte de Lolita-Viudita alegre... Alfredo era un alienado y coqueteaba con el movimiento gótico. Un día de marzo, Alfredo me propuso que fuese su novia.
Acepté de mal grado, "¿Pu's ya qué?". Creo que eso fue lo que mató mi adolescencia, lo que puso fuera de circulación mi calentura adolescente y la razón por la que reconsideré una vocación conventual ya olvidada. Todo el mundo se oponía a ese noviazgo –“¡No mames! Es bien pinche raro” o “¿Sabes que a su familia los bautizamos como ‘los hamsters’? – No, ¿por qué?- Porque viven amontonados, huele a serrín y se comen a las crías más pequeñas”- y yo, por puro desprecio hacia la opinión de los demás, sostuve ese insoportable noviazgo durante… tres semanas más.
A decir verdad, yo sabía perfectamente que todo iba en mal camino desde el momento en que, después de besarme, sentí una especie de remordimiento incestuoso: éramos casi hermanos, más no quería emparentar de verdad con él.
Un día, el día de mi décimo octavo cumpleaños, decidí romper con Alfredo porque no podía soportar más otro de sus besos o porque descubrí que era mejor estar sola: era el día de mi cumpleaños -¿ya te lo mencioné?- le dije que mejor quedara todo ahí y él respondió con un “Puedo oler cuando todo se irá a la verga”.
Me regaló un cd, “The Very Best of The Police”… y yo se lo acepté, sintiéndome muy –más- miserable.

Tuve un novio que, luego de romper, me escribía profusamente…

Entré a la facultad y era un torbellino de deberes, exposiciones y debates. Alfredo seguía en contacto conmigo: debo decir que nunca me interesó alargar la amistad.
Así que un día, sencillamente, dejé de responder y me dediqué a seguir con mi especialidad: creerme el Cristo resucitado del materialismo histórico.

Tuve un novio que me escribió una despedida ríspida: ‘escribe en cuanto dejes de ser una ególatra’…

Tal vez nunca dejé de ser una ególatra… tal vez lo hice y me olvidé de escribirle… El punto es que pasaron muchos años, muchos viajes, trabajos, amoríos y detalles de la vida: por alguna circunstancia extraña, tanto recorrido me llevó a una noche de viernes, como por eso de las diez, a tomar el metro de la Línea dos. Iba con una amiga, diciendo disparates y riendo a todo volumen.
En Zócalo, subió un vendedor ambulante a ofrecer Genoprazol barato: en Pino Suárez, descendió.
En San Antonio, subió un haitiano cantando hip-hop con unos jipitecas enyerbados hasta el alma: en Xola bajaron.

En Villa de Cortés, subió un tipo, cuya voz aflautada –la misma que siempre me hizo pensar en caídas fatales en la más tierna infancia o en lobotomías malogradas- llamó mi atención:

-¿A quién quieres más, hombre enigmático, dime, a tu padre, a tu madre,   a tu hermana o a tu hermano?
-Ni padre, ni madre, ni hermana, ni hermano tengo.
-¿A tus amigos?
-Empleáis una palabra cuyo sentido, hasta hoy, no he llegado a conocer.
-¿A tu patria?
-Ignoro en qué latitud está situada.
-¿A la belleza?
-Bien la querría, ya que es diosa e inmortal.
-¿Al oro?
-Lo aborrezco lo mismo que aborrecéis vosotros a Dios.
-Pues ¿a quién quieres, extraordinario extranjero?
-Quiero a las nubes..., a las nubes que pasan... por allá.... ¡a las nubes   maravillosas!

Era Alfredo, siete -¿o cuarenta?- años más viejo. Estaba sucio, desdentado, con la cara llena de manchas, con un saco que le quedaba grande… y rengueaba entre la multitud, a través de los vagones.
Risa, risa insana provocaba verlo: supongo que es una figura común por esos lares, ya se sabe lo que hace y lo que dice. Yo no reí, estaba muy impresionada por esa reaparición.

Escuché mi nombre… Alfredo estaba a mi lado. Me despido de mi amiga y descendemos en Nativitas.

Sólo me bastaron siete minutos para ponerme al corriente de su vida.
Luego de su abrupta despedida, Alfredo se dedicó a rolar en todos los movimientos literarios que las cloacas de esta ciudad esconden en sus profundidades más pestilentes: de los góticos a los incomprendidos, de los incomprendidos a los fumadores de piedra, de la piedra…
 En una de esas bacanales urbanas, Alfredo salió corriendo del lugar –decía alucinar con Dios o con el licuado hecho por la abuelita de Gloria Trevi- y ese escape tuvo sus consecuencias fatales: en plena avenida del Niño Perdido, fue alcanzado por un automóvil. Quedó cojo, por siempre.
 Decía haber estado en un manicomio: tantas drogas, tantas decepciones, lo empujaron a los confines del mundo real… Mientras yo escapaba hacia nuevos horizontes con la bendición del mundo, él escapaba del mundo con la esperanza de bendiciones en nuevos horizontes.
La locura lo tocó… Después, recuperó –un poco de- su ser anterior, luego de un infierno de electrochoques y sedantes.

Luego, la nada, el exilio.
No me sorprendió en lo absoluto: lo veía venir.

Me dice que desea acabar la preparatoria y que quiere reiniciar: “¿Qué fue de ti?” “No mucho. Trabajo, transporte público y la nada”, le miento por temor a arruinar el reencuentro.

 Aplaudo su coraje: de su boca desdentada, sale una sonrisa, la cual se refleja en la mía.
Fue un gusto verte, pero tengo que irme.

Tuve un novio que terminó sus días declamando a Baudelaire en la Línea 2 del metro, rengueando en contrasentido, a través de su exilio azul, como a eso de las diez de la noche.

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